Mientras caminaba iba levantando el vestido para que no
se llenara de arena. Aquella zona era muy desértica para ella, tendré arena hasta en la ropa interior,
se dijo.
El ruido de los caballos parecía lejano, pero era media
tarde y eso significaba que era la hora de pasear, cientos de mujeres
adineradas recorrerían la ciudad luciendo sus mejores galas. La ropa ajada que
aún le quedaba de su otra vida no pegaba bien es ése nuevo ambiente, así que
buscó algún lugar de hospedaje para lograr cambiar su aspecto.
Visitó un par de tiendas de ropa, y con la ayuda de cien
dólares que había robado se compró un vestido nuevo, nada muy ostentoso pero
radicalmente diferente al que ahora vestía. Entonces, el centro de la ciudad se
empezó a llenar de damas de alta cuna y de criados. Intentó pasar desapercibida
entre la multitud, pero aunque difícil, no le costó mucho. Las gentes de
Luisiana eran muy herméticas, no te molestaban si no las molestabas primero.
Hacia las cinco de la tarde dio con El dólar soñoliento,
un lugar de hospedaje y refresco de caballos, se acercó temerosa entre la
gente, y entró al local. Sólo había dos hombres de dudosa reputación sentados
en una mesa bebiendo, instintivamente su mano fue en busca de su revólver, que
se hallaba protegido en su cintura, y se dirigió hacia la barra, donde el dueño
secaba unos vasos.
Los hombres de las mesas ni siquiera prestaron atención a
la mujer que había entrado, estaban concentrados en gastarse el jornal
bebiendo.
-Disculpe.
El dueño del hostal levantó la cabeza, miró
inquisitivamente a la muchacha.
-¿Quiere algo?-le dijo con malas pulgas.
-Sí, quisiera saber si tienen una habitación libre.
Miró de reojo a los hombres sentados, ni siquiera habían
levantado la vista del vaso.
-Sí, nos quedan varias, pero ninguna tiene ventana.
-Da igual.
El mesero volvió a mirarla de arriba abajo.
-¿No querrá usar mis habitaciones como… como un burdel,
se-ño-ri-ta?-dijo y comenzó a reir.
-No, sólo quisiera quedarme por una temporada.
-Señorita, aquí las habitaciones cuestan dos dólares la
noche, sin comidas incluidas.
-No se preocupe, tengo dinero.-dijo ella, temiendo que al
mesero no le gustara hospedarla.
-Ah, ¿si?-dijo con una sonrisa.
-Sí.
El mesero rodeó la barra y le hizo señas para que le
siguiera, ella inquieta se dejó guiar hasta las escaleras. De allí se accedía a
un pasillo largo y estrecho. Se pararon en la quinta puerta a la izquierda.
-Tiene pestillo por dentro-dijo el mesero- y el aseo está
abajo, tras las caballerizas.
Abrió la puerta de la habitación, era un lugar mugroso y
pequeño, el catre era de paja, casi dormías en el suelo, y tenía una cómoda
ruinosa y un espejo en la pared.
-Solicito cinco noches por adelantado, son normas de la
casa.
Ella le dio el dinero sin rechistar.
-Otra norma de la casa es que no se puede subir
acompañada -ella afirmó con la cabeza-, y si alguno de mis hospedados tiene
quejas de usted, me veré en la obligación de echarla, sin posibilidad de
reembolso.
-Entendido.
El dueño comenzó a bajar las escaleras, pero de paró y
giró.
-Tenemos un puesto vacante de camarera, ¿le interesa?
-¿Cuál sería mi sueldo?
El mesonero se quedó pensativo.
-Le pagaríamos en comidas. Todas las comidas al día.
-Me parece estupendo –dijo ella con una débil sonrisa.
-Mi mujer es cocinera, y mi hija, mi hija se casó hace
poco, por lo que nos hemos quedado sin camarera.
Se mantuvieron la mirada. Él se giró y bajó lo que
quedaba de escaleras perdiéndose de la vista de ella.
Entró en la habitación y se quedó mirándola, era un
desastre. Se acercó a la cómoda y abrió un cajón, dentro de él había un animal
muerto, no lograba ponerle nombre, el hedor la hizo encogerse. Cerró el cajón y
dejó sobre el catre su vestido recién comprado, y comenzó a desvestirse.
Cuando ya llevaba su nuevo vestido, se dio cuenta de que
le venía un poco grande, el viaje le había hecho menguar su figura. Alisó los
pliegues, se arregló el peinado y bajó a la cantina.
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